jueves, 16 de agosto de 2007

La editorial de la venganza


(Tomado de Digital Mutations)


Como ya saben, los hermanos Chang cayeron al río Guaire, y todos los dimos por muertos. Pero (¡claro que hay un “pero”, afortunadamente!), ya lejos de la vista de los terribles Andropov, nuestros chinos emprendieron el vuelo, literalmente. Una bandada de zamuros, los mismos que habían disfrutado de los cuerpos que los hermanos dejaban a las urbanas orillas del río, acudieron al rescate. Suponemos que cuidaban sus intereses los carroñeros; así que en este caso podemos decir que los cuervos no le sacaron los ojos, mas sí los sacaron del agua.

Los hermanos Chang fueron llevados hasta los predios de sus queridísimas hermanas, que de inmediato los atendieron. Mientras ellas fraguaban el justiciero rescate de los negocios, los hermanos se recuperaban. Caer a un río tan contaminado es cosa grave. La corriente te lanza contra cientos de objetos cortantes que laceran tu cuerpo, causando en muchos casos heridas mortales, y el agua que involuntariamente te tragas, porta enfermedades del esófago, estómago e intestinos que pueden ser letales. Los hermanos Chang, sin embargo, recibieron los mejores cuidados de doctores expertos en acupuntura y otras artes medicinales de China. Un rosario de suturas cubría el cuerpo de los hermanos, y su piel se había vuelto de un verde intenso, radioactivo. “Piel de Hulk”, dijeron los sabios que los curaban. “Poco a poco volverá el amarillo característico”. Frente al espejo, contemplando sus lamentables aspectos, los hermanos Chang juraron venganza y concibieron el próximo negocio: un circo. Sí, un circo de fenómenos, un circo de los antiguos, de los que ya no existen; con mujeres barbadas, hombres balas, lanzadores de cuchillos, hermafroditas, enanos a granel, sirenas enigmáticas y rusos recogedores de mierda de elefante.

Por fin, cuando su piel fue amarilla de nuevo y los sabios acupunturistas volvieron a sus trabajos de mesoneros en los restaurantes chinos, los hermanos Chang salieron a la búsqueda de sus enemigos. Sus fuentes les informaron que los Andropov, luego del ataque de las hermanas, se habían ido a enconchar en Tunguska (Siberia, Rusia), sobre las proximidades del río Podkamennaya, en la posición 60° 55′ ″ N 101° 57′ ″ E.

El ataque fue despiadado. Los Chang acudieron con sus hermanas y sus putas asesinas, con los renovados 88 guardaespaldas maníacos de la ínclita O-Ren-Ishii, y hasta con la misma Novia (la del Kill Bill) de aliada. Cayeron todos los vasallos de los Andropov, quienes fueron hallados, temblecos y abrazados, en una esquina de la cámara subterránea donde el gobierno zarista escondió los restos radioactivos de la bomba extraterrestre que arrasó con la región a principios del siglo pasado.

De regreso a nuestras tierras, los Chang abrieron el circo concebido para la venganza. Los Andropov, vestidos de niñas, constantemente vigilados y con grillos en los pies, han sido condenados a trabajar sin tregua. Todos los días deben recoger el excremento de los elefantes, limpiarle el ano al hombre más gordo del mundo, peinar la barba de la mujer barbada, pasear los caniches de los enanos, hacer reír a los payasos, servir de esclavos sexuales de Kongo el gorila, cocinar, lavar, limpiar letrinas y todo lo que implique oficios forzados de por vida. Bien merecido se lo tienen los otrora terribles Andropov.

¡Larga vida a nuestros Chang!

Fedosy Santaella y José Urriola
(maestros de ceremonia)

Cuentos de Leones

Enrique Enriquez



(Para ser contados sentado sobre una piel de león africano, que debe tener la boca abierta y todos sus dientes)

Un príncipe en las gradas

Entre las historias de domadores y domadoras se encuentran sucesos increíbles y acciones escalofriantes, pero las carpas circenses han visto también casos insólitos que en vez de terminar en sangre se tiñen color de rosa.

La más peculiar de todas ellas es la de Pauline Borelli, una domadora que le tenía pánico a las fieras, y en especial a un gigantesco león de pútrido aliento y malas maneras que se ensañaba con la pobre chica, respondiendo a sus órdenes con gruñidos y dentelladas amenazantes. Pauline hacía acopio de fuerzas día tras día para encarar a estas bestias, y si bien jamás resultó herida, el miedo le paralizaba las piernas tan sólo de escuchar el cerrojo de la jaula abrirse para dejarla entrar.

Debutó en 1854 bajo la lona del circo "Napoleón" de París, convirtiendo su suplicio diario en un evento público. ¿Por qué se empeñaba esta pobre chica en ejercer una profesión con la que se llevaba tan mal? Pues porque convirtiéndose en domadora buscaba salvar a su amado padre de la ruina. Así es, su amor filial la llevada a enfrentar cada noche sus más oscuros miedos en medio de la pista, rodeada de panteras, tigres y leones. Sin embargo aquello no duró mucho, pues sucedió que un día llegó un príncipe azul, suponemos que en tranvía y no en caballo blanco, desenvainó su billetera para pagar su entrada como todos los demás, y una vez en medio del espectáculo, tras enterarse del drama de la pobre Pauline le pidió matrimonio, salvando a su familia de la ruina.

Así, como en un cuento de hadas, esta bella chica dejó atrás las pistas y las jaulas repletas con colmillos deseosos de hincarse en su suave piel para entregarse a un matrimonio feliz, donde nadie sabe si llegó alguna vez a usar su látigo.



Melenas salvajes

Las damas de alcurnia que visitaban cierta peluquería de Stuttgart, allá por los años veinte, no se imaginaron nunca cuando ponían sus cabezas en manos de Claire Heliot que a aquella mujer le eran más familiares las melenas felinas que el cabello de mujer, o que manejaba con mayor destreza el látigo, el puñal y la pistola que las tijeras y el peine, ni soñaban siquiera que por regla general utilizaba las sillas para acosar las quijadas de las bestias más peligrosas del planeta, en lugar de cederlas a los traseros gordos de sus clientas. Allí, entre copetes húmedos y moños batidos intercambiaban chismes del vecindario y consejos para combatir los malos modales de sus maridos, ignorando que la peluquera guardaba tras su delantal todos los secretos necesarios para poner a raya a la peor bestia.

Bajo el rimbombate título de "La Novia de los Leones", Claire Heliot tuvo el honor histórico de debutar en la primera temporada del circo "Medrano", el circo de los circos, en el París de 1898. La doma de fieras salvajes ha sido siempre uno de los platos fuertes del circo, y aún hoy en día resulta mucho más impactante cuando es una bella dama la que se enfrenta a tigres y leones, contrastando con su gracia la fiereza de sus alumnos. Muchos años duró la carrera de esta sensacional domadora, quien sin embargo perdió todos sus ahorros en 1922, tras lo cual dio un giro dramático a su vida.

Desde entonces desistió de la fama, prefiriendo colocar la cabeza de sus clientas bajo un secador de aliento tibio y seco en lugar de meter la propia entre las fauces de un siniestro león, para vivir feliz y tranquila, sin renegar jamás del día en que arruinada, se cansó de lidiar con fieras de cuatro patas y optó por las de dos.


Domador por accidente

¿Quién puede estar seguro de lo que le depara el destino? James Crockett se encontraba ensayando junto al resto de los músicos del circo Sager, feliz de la vida como todos los días, cuando un león se escapó de su jaula aterrorizando a todo el mundo. La fiera rugía corriendo tras los pobres diablos que se encontraban en el circo a esa hora y de un salto atrapó a un técnico, devorándolo en seguida. Cuando levantó la cabeza aún hambriento se encontró con Crockett frente a frente y se le quedó viendo con cara de postre, pero he aquí que el músico tomó una silla y un látigo y puso en su lugar a aquel felino bellaco, salvando la vida de todos los presentes en un acto heroico. Así, en lugar de convertirse en bocadillo, se transformó en domador.

Tras ese estreno accidental el increíble James Crockett debutó formalmente como domador en París en 1863. Cambió la música de orquesta por los rugidos de las fieras y desarrolló una carrera exitosa pero breve, un chispazo fugaz como el chasquido de un látigo, que vino a terminar dos años más tarde de un modo parecido a como se había iniciado. Sucedió en Cincinnatti en 1865, en uno de esos extraños momentos de calma que suelen ser fatales. Mientras alimentaban a las fieras una dama que traía a su hijo en brazos pasó demasiado cerca de la jaula de un hambriento león, que de un zarpazo le arrebató al bebé. No hubo tiempo de hacer nada. En segundos el monstruo carnívoro destrozó al chiquillo tragándose la mitad de su cuerpo mientras la madre enloquecía. James Crockett contempló la escena pasmado, incapaz de hacer nada por salvar a la criatura y murió al día siguiente de un derrame cerebral causado por la impresión, la pena y el remordimiento...


La balada del colmillo

El instinto salvaje de las fieras espera agazapado al menor descuido de los hombres, e incluso, se sabe que las de mayor confianza suelen ser los peores asesinos.

En 1846 el famosísimo domador Van Amburg fue devorado por su tigra "Edith". En 1869 tres leones se encargaron del gran Lucas. En 1891 Rosita Gondolfo muere supliendo a su hermano en las garras de la leona "Lidia". A Ellen Bright y Berta Baumgarten las mataron sus respectivos tigres, igual que al gran Soulanges, quien llevó la peor parte al intervenir en una pelea entre un oso y un tigre. El domador armenio Agop pereció entre las fauces de su león "Lagardere", lo mismo que la pobre Miss Fisher. En 1901 el domador e hipnotizador McDonald se hizo carne de hamburguesa en boca de un león. En 1923 Wagner muere por las heridas que le causaron tres tigres. En 1930 Adolf Kosmy fue destrozado mientras bañaba a un oso polar. En 1941 Jean Pezón muere por el "beso" de una leona. En 1945 se despedía del mundo Schneider, "El Hombre de los Cien Leones". Uno sólo bastó para matarlo.

Algunos sólo han quedado mutilados: a Daggesell un jaguar le comió la mano en 1868. A la bella Numa Hawa un oso polar le arrancó un seno en 1888, y Bendix perdió un brazo mientras trabajaba con un grupo de tigres del circo Kron. Similar suerte corrió el célebre Bidel, atacado por su león "Sultán" en 1886. A veces las mordidas tiene efecto retardado, como fue el caso del Doctor Pernet, que murió al infectarsele la sangre cuando una fiera le clavó los colmillos en la pierna, o Alfred Court, a quien casi lo mata la vergüenza a causa de una infección similar, contraída cuando una leona le mordió las nalgas.

La de domador es, como ven, una profesión en la que siempre hay vacantes. ¿Alguien se anima?



La cuchara de Uri Geller

Salvador Fleján


Ahora sé que perder la virginidad es un asunto más serio de lo que en realidad aparenta. Es el tipo de cosas que sólo te ocurren una vez en la vida, como los dientes de leche, la primera menstruación o, más concretamente, cuando te mueres. Otro dato: de esos importantes momentos casi nunca sobreviven recuerdos. Que se sepa, nadie atesora su primera toalla sanitaria o llega a enmarcar la foto del infarto fatal. A lo máximo que se puede llegar en este sentido es a coleccionar colmillitos amarillentos y eso sólo si se cuenta con la ventura de una madre fetichista. Sin embargo, de mi primera vez, sí que conservo algo. Un objeto tonto, sin duda, y que vayan ustedes a saber por qué he guardado todos estos años.


Esa ocasión la recuerdo como si hubiera sucedido esta mañana, aunque lo cierto es que pasó en el año 76. Yo recién había cumplido los diecisiete y Rolando, mi novio, tenía meses pidiéndome lo que en un principio llamaba una “prueba de amor” y luego un “ultimátum”.

Rolando era bello. Se parecía a Jesucristo (en realidad se parecía a Robert Powell, el actor que hacía de Jesús en una película que todavía pasan en Semana Santa) y en aquella época se puso de moda tener un novio así. Así que yo tenía suerte en tener a Rolando y a Jesucristo en una sola persona.

Pero Rolando no se conformaba con los besos con sabor a frenillos que nos dábamos en su CJ-7. Él pretendía algo más que besos y el caso era que yo no estaba preparada para ese tipo de asuntos. Mi estrategia fue hacerme la loca. Darle largas diciéndole: “papi, espérate uno de estos sábados a que mamá esté de guardia y probamos, ¿sí?”.

Mi mamá era enfermera en la clínica Méndez Gimón y nunca tenía guardia los sábados. Así que la espera de Rolando iba a ser larga y extenuarte. Pero las cosas cuando van a pasar pasan y un sábado, como a las diez de la mañana, llamaron a mamá de emergencia de la clínica.

Ese sábado Rolando también andaba de emergencia. Se presentó en la casa sin haber llamado antes. Eso nunca lo hacía y como es lógico me extrañó muchísimo. Tocó el timbre con la insistencia de un vendedor de Electrolux. Parecía como si le hubieran revelado que aquél podría ser su sábado de Gloria. De eso me acuerdo con suma nitidez porque Henry Altuve anunciaba las atracciones de la Feria de la Alegría cuando abrí la puerta.

Parecerá infantil, pero aquello me molestó bastante. Los sábados de 4 a 9 eran míos: ese era el horario de La Feria… y ni que se cayera el mundo me lo perdía. Creo que lo dejé entrar porque en una mano traía una olorosa bolsa del Meen Nang y en la otra un pote familiar de un helado de pistacho que la EFE jamás ha vuelto a sacar.

Sin embargo, y para ser justa, creo que la culpable de lo que pasó aquella tarde fui yo. En las visitas que Rolando hacía a la casa nunca pasó más allá de la sala. Mamá no lo dejaba ni ir al baño del pasillo. Pero aquel día no sé qué demonios me picó y le dije que fuéramos a ver la tele en el cuarto. Esa era la oportunidad que había estado esperando Rolando y yo se la puse en bandeja de plata.

Cuando nos instalamos en la cama a comernos la comida china, Trino Mora cantaba “Libera tu mente”. Eso, pienso, fue el principio del fin. Pero me armé de valor y aguanté mi cosa como si escuchara un aguinaldo de Las voces risueñas de Carayaca. Era temporada de rating y las atracciones de esa tarde iban a estar muy buenas. Aparte de Trino, también actuarían Águila Blanca (un viejito ecuatoriano que lanzaba chuchillos disfrazado de sioux), La Momia y Uri Geller. A Uri Geller era la primera vez que lo veía y ese detalle me iba a costar carísimo.

La comida que había traído Rolando estaba algo picante y rebosaba en frutos del mar. Ese fue otro golpe: al rato me puse aceleradita y como rochelera. Tanto que tuve que echarme un baño relámpago para ver si se me pasaba el vaporón. Sin embargo, más vale que no hubiese tenido esa mala idea. Cuando regresé del baño, el Rolando ya se había quitado la camisa y las medias. Si mamá llegaba en ese momento, seguro salíamos de directo para la jefatura a casarnos. Fue entonces que me acordé del helado en la nevera y vi la oportunidad de enfriar el momento.

Pero cada salida mía de la habitación significaba una prenda menos en el vestuario de mi novio. Al volver de la cocina me lo encontré en calzoncillos. ¿Pueden creerlo? Ya me estaba poniendo nerviosa cuando escuché una voz narcótica que salía del televisor. La voz parecía decir “ahora quítate la bata y ve a la cama”, porque fue exactamente lo que hice como una pendeja.

Uri Geller tenía unos ojos preciosos. Usaba, además, un peinado tipo “totuma” y unos pantalones de poliéster que lo hacían lucir regio. En eso me fijaba cuando Rolando empezó con la tocadera.

La primera parte del acto consistía en adivinar el número de cédula de identidad o, en su defecto, el de una licencia de conducir de alguien del público. “Concéntrense en sus casas”, decía Uri Geller a cada rato y yo estaba súper concentradísima. Rolando, en el ínterin, me tenía tomada de los pies y me daba masajes en los tobillos y en las pantorrillas. Rico, la verdad, pero de ahí no hubiese pasado si en ese instante no le hacen un close up a los ojos del mentalista.

Eso me mató.

Empecé a sudar y me subió una especie de corrientazo desde el cóccix hasta la nuca. Aquel espasmo me dejó sin coartadas. Horrible. Hasta bizca me puse tratando de desentrañar el misterio de aquellos ojos en blanco y negro. Ya Rolando había cruzado la frontera como perro por su casa y venía directo a lo suyo, embalado. “Concéntrense”, repetía el desgraciado de Uri Geller y más concentración de la que yo tenía sí que estaba difícil. Juro que estaba a punto de salir levitando por la ventana.

Tuve un último chance de salvarme cuando fueron a comerciales pero antes de eso comenzó el segmento de las cucharas. Uri Geller había invitado a una doña al escenario. Me sorprendió que la señora mantuviera una mano en alto como si le rezara a un santo. Cuando poncharon a la vieja reparé en la cuchara que sostenía como si fuera un crucifijo.

Uri Geller le quitó la cuchara a la viejita y, como si fuera a tomarse una sopa, comenzó a mirarla fijamente. La escena era bochornosa y provocativa. Entonces vino un nuevo close up a los ojos del mentalista y supe en ese instante que todo estaba perdido.

Acto seguido comenzó a darle con el dedito índice en la parte más delgada, casi con ternura. Ignoraba lo que pretendía con aquello hasta que la cuchara comenzó a ceder. Parecía como si un fuego invisible la estuviera derritiendo

Entonces sentí el pinchazo.

Los bufidos de Rolando en mi oreja hicieron que perdiera toda la concentración ganada hasta ese momento. En un intento desesperado por recuperarla eché una mirada al televisor, pero Uri Geller ya había pasado a otra cosa. Me parece que intentaba “detener” el mecanismo de un reloj despertador.


Al siguiente día descubrí, con horror, que Uri Geller había tenido éxito con el reloj: eran casi las diez y mamá no tardaría en regresar de su guardia.

El cuarto estaba hecho un desastre y la sábana parecía una bandera japonesa. Rolando no pudo encontrar sus interiores y se fue diez minutos antes de que mamá llegara. Mientras recogía el reguero, pude dar con los interiores de mi novio: flotaban como un barco a la deriva dentro del pote de helado. Pero en el pote también hallaría otro objeto que en un principio me costó identificar pero que luego, sin embargo, asumí como otro acierto del mentalista.


En días pasados mi hija me preguntó el porqué todavía guardaba aquella cuchara doblada y además oxidada. Estuve a punto de hablarle de los ojos de Uri Geller y todas esas cosas. Pero me callé.

Almodóvar tiene caspa

Karina E. Sainz Burgo


Un euro. Entrar me costó un euro. Lo acepto, porque no queda otra. Pago, coño. Pago porque hay que hacerlo. Llamo el ascensor. Se demora. Al fin baja uno. Pero no abre. Ahora sale otro. Ése, sí. Ése. Una manada se apretuja, estruja, forcejea. Paso, mejor dicho, piso. Me apretujo yo también. No empujen eh, no empujen. Piso cinco, por favor. Piso tres, dos, cuatro. Cinco, por favor. Repito.

A medida que asciende, el ascensor va liberándose. Deja pasajeros, recupera aire. Algo en su interior queda flojo, como un vaquero usado. Y aunque somos menos, Almodóvar parece incómodo. Venía en el filo de la puerta, entró de último. Nos empujó con su pe, de Pepi, Luci y Bon. Daba sonrientes brinquitos para dejar salir a la gente. Presionaba gustoso los botones. "¿Tres? ¿Cuatro?", preguntaba. Ahora que no hay nadie, excepto dos señoras con moños Grace Kelly y yo, ya no se ríe o no parece tan feliz como hace unos segundos.

Creo que no somos suficientes. Antes, en el piso dos rumbo al tres, tenía sonrisita de ronda. Prefería ser Almodóvar en la congestión de un ascensor en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, que ser Almodóvar con dos viejas y una chica en un lento ascensor del Círculo de Bellas Artes de Madrid. No somos público. Aún así lo intenta. ¿Cinco, verdad? , dice. "¿A la presentación, verdad?". Me parece que llevo demasiado tiempo bajo esa luz verdosa de ascensor.

Estoy concentrada en su abrigo, el de Almodóvar. Es una cazadora oscura. Creo que es de cuero. Sigo concentrada en los hombros del director, muy concentrada, hasta que escucho: "Disculpa, ¿eres Almodóvar verdad?". Levanto la vista y remata: "Me encantan tus películas". Realmente una de las dos señoras que lo dice parece sacada de una de ellas. Ahora sí llegó el momento de la sonrisa avergonzada de interrumpir –al fin- la dinámica cotidiana del ascensor. Cómo habíamos tardado tanto en premiarle de esa forma. Era lo único que esperaba, el pobre.

La feliz coincidencia nos topa en el filo del ascensor. Ya abiertas las puertas una de las mujeres continúa, creo que habla de Todo sobre mi madre. Pero Almodóvar ya no tiene tiempo para las agrias abuelas de Salamanca, ya satisfechas y dispuestas a comenzar el cotilleo. Pero que no es maricón, para nada, para nada. Pero cómo le dices que te gustan sus películas, si es un cerdo. Que no, que no. Que me las he visto todas y me encantan. Almodóvar es interceptado por la jefa de relaciones públicas de Seix Barral. Venga Pedro, la foto con Juan José (Millás). El libro. La sonrisa. La foto.

Las copas van, vienen. Millás habla bien de su propia novela. Las señoras toman asiento. Más adelante, en uno especial, se sienta Almodóvar. Y yo sólo recuerdo su americana. El brillo violáceo por la luz de neón y las pesadas costras blancas sobre sus hombros. Esa nevada capilar impensable desprendida de un copete como ése. La novela de Millás es un desastre, Almodóvar tiene caspa y yo he pagado un euro.

Tres formas de caer cuando se pierde el equilibrio

Por: Humberto Valdivieso
Imágenes: muro “grafiteado” en Chacao


Primera caída: te perdí

En el aire, seguro de haber dejado atrás la línea que cruza el escenario a 20 metros de altura, recordé la expresión de tus labios al reír y entendí que eras mi lugar más seguro; la parte del laberinto donde estaba la salida, la única posible entre todas aquellas que soñamos en los días más fríos. No importa si los espectadores gritan abajo esperando que mi mano no llegué al columpio y siga volando hasta sus asientos, si los leones danzan alrededor de tu cuerpo o si una lluvia de balas cierra el circo para siempre. Los más viejos, el gigante y esa que todas las mañanas lava las escamas de su cuerpo, dicen que somos fantasmas. El charro de las tres pistolas con su rostro de calavera y sus balas de dudas y lágrimas insiste que hay una versión escondida en Internet donde lo afirman con pruebas irrefutables. He llegado a creer que es cierto. Lo intuyo cuando el algodón de azúcar escapa de los labios de las adolescentes y atraviesa mi piel, cuando el capitán prende el fonógrafo que sus antepasados jamás le heredaron y las veces que hemos huido de los pueblos coléricos que tomaron el remedio para la calvicie del doctor Chang. Sin embargo, esa sensación crece mientras sustituyo mis palabras por tres puntos suspensivos, cuando vuelvo a experimentar esa temperatura helada a un lado del parque y en el recuerdo de unas palabras torpes, de una mano que recorre un rostro blanco apenas iluminado, de unos faros que van y vienen de vez en cuando, de miradas que atraviesan miradas y de aquel verano donde, obligados, dijimos adiós.



Segunda caída: me perdiste

Inclinado sobre el único lugar donde el azar puede más que un juego de naipes, entre compañeros de carpa, comencé a pintar un mapa de los lugares donde no debía estar. Mi mano, siempre segura, era precedida por un tatuaje en el antebrazo. En él se leía la palabra amor. Yo era el mismo parlanchín de los ojos profundos, del pantalón blanco, las botas puntiagudas, suéter negro, pelo largo y barba afilada que gritaba todas las noches las maravillas que éramos capaces de hacer. Pero esta vez mis palabras no hablaban sobre círculos de fuego, narices rojas, barbas femeninas, patadas en el trasero, dientes felinos o tutús voladores. Mi mapa era la historia de todas aquellas cosas que volvería a padecer por verte aferrada a mis deseos y de esas que evitaría por temor a que me dejaran lejos de ti. Pensé hacerlo lineal imitando el fuego que sale disparado de la boca del enano. Luego imaginé un texto circular, que diera vueltas una y otra vez sobre la misma idea, donde las palabras temblaran por la violencia de los espacios blancos habrían de caer como cuchillos entre ellas. Tuve la rencorosa idea de una frase que vuela como bala de cañón sobre todas las metáforas o de una sentencia que, semejante al látigo del domador, martirizara cada una de las palabras que no me he atrevido a decir. Descarté una a una las opciones. No pude avanzar ni retroceder, no conseguí pasar de una T huérfana de contexto. Cuando todas las carrosas y camiones salieron de la ciudad yo estaba lejos, en el mismo lugar, con la luna azul de fondo, sentado sobre mis palabras, con un espray en la mano viendo el fondo blanco de todo lo que no pude decir para que no te fueras.


Tercera caída: ¿cómo nos encontramos después de haber caído?

Soy un sol oscuro en una ventana. Mi único fin es observar la luna. Las artes agoreras de las dos hijas del doctor Chang abrieron ese vano a un lado de mi carpa. Ellas no creen en la espera y sin embargo hacen el amor con cada hombre que puede ser una posibilidad para huir de los sueños alquímicos del padre. Sus magias blancas, negras, hipnóticas y eróticas sostuvieron mi ánimo atrapado en un extraño juego de memoria. Aún así no abandoné la ventana que ahora era mi lugar de trabajo y, si no lograba mi cometido, el de mi desaparición. Desde ahí pensé en todas las soluciones. Hora tras hora fui descartando opciones incorrectas: bibliotecas virtuales, enfermos paseos por Google buscando su nombre, salas de chat donde no puedo tocar la punta de sus dedos, canciones de Radiohead encerradas en ipod, videos en Youtube donde no aparece la expresión de sus labios al reír y todo aquello que jamás sustituiría nuestros cuerpos fantasmales, nuestras miradas que buscan miradas, el frío de los parques y los puntos suspensivos. Cuando no quedaba nada apareció frente a mí la clave. Siempre estuvo en el circo, en esa arena rodeada de sillas que era un laberinto y en las carpas que constituían nuestro universo. Lo supe al ver a mis compañeros caminar seguros por el patio a la hora de la función. Hallé en ese instante la respuesta de por qué unos tenían piernas largas, narices rojas y látigos perversos; otros cola de langosta, tetas y barba, piel de camello y casco de bala de cañón; y unos más cuchillos afilados, pistolas falsas, bebidas mentirosas y juegos de palabras. Nada estaba lejos para ellos, nunca tuvieron que decir adiós, iban y venían a su antojo usando sus prodigios entre los incautos habitantes de la tierra. Fue, entonces, en ese instante, desde mi ventana, cuando sentí que los brazos —esos usados para perseguir columpios en el aire— eran tentáculos. De inmediato los extendí y fueron del tamaño del mundo; alcanzaron todos los rincones, viajaron por los nueve planetas del sistema solar, cayeron bajo el agua, subieron montañas, dejaron atrás indivisibles fronteras y temores ancestrales. Y un día, inesperado, cuando pasaron de soslayo por la luna no pudieron seguir; estaban atrapados. Los detuvo un prodigio similar: otros tentáculos que, una mañana de septiembre, descubrí aferrados a los míos.

Cirque du Tucupite

María Dolores Torres



-¿Y tú? Sí, tú… tú… ¿cómo te llamas?

-¿Yo? ¿Es conmigo?

-No huevón, con la silla vacía que tienes al lado.

-Perdón, no sabía. Me llamo Pedro, pero mi nombre artístico es Yan Clod. Se escribe así… -dice, mientras le entrega un papelito arrugado en el que se leen unas letras infantiloides: Jean Claude.

- ¿Quién te puso ese nombre tan ridículo?

-Mi madre, señor. Me lo puso cuando me vio bailando por primera vez frente a un espejo. Decía ella que todos los buenos bailarines tienen nombre francés. No sé por qué.

-¿Y qué número tienes preparado para mostrarnos hoy? Porque si es ballet, te vas a un teatro. Esto es un circo, mijo, un circo de verdad y tú ni eres enano, ni tienes pelos en todo el cuerpo, ni tienes pinta de domador de leones.

-¿Este circo tiene leones? Nunca he visto leones en Tucupita.

-Deja la preguntadera, Yan lo que sea. A ver, párate ahí y empieza que estamos apurados.

Pedro ¨Yan Clod¨, había nacido en el Delta diecinueve años atrás. Su padre, un cura francés enviado desde París para catequizar a los indígenas de la zona, le había enseñado a su madre mucho más que rezar el rosario. Ella quedó con la barriga y sin santo a quién reclamarle cuando el francés se largó a los pocos días de haber llegado, en cuanto le dio la primera diarrea. Marlinda, la madre de Yan, trabajaba como maestra en la escuelita donde fue a aterrizar el bendito cura y por ser maestra había leído de bailarines y de Francia. Hasta allí llegaba su conocimiento sobre cultura universal.

A Pedro le gustaba bailar desde pequeño. Aprendió mirando a Yolanda Moreno en televisión y con frecuencia practicaba frente al único espejo del pueblo, el de la Guacha, la vecina y amiga prostituta de su madre.

Cuando vio en la Plaza Bolívar de Tucupita el anunció del Cirque du Tucupite buscando estrellas, decidió presentarse a ver si sacaba provecho de su talento y de su nombre francés para poder ayudar a su vieja que ya estaba medio jodida para trabajar.

……..


Galindez y Jiménez eran dos cabos que habían terminado su servicio militar antes de tiempo al sufrir lesiones en prácticas de combate con equipos defectuosos. Estacionados en la región del Delta decidieron montar un negocio con una platica que les entró del retiro prematuro.

-Coño hermano, en este país lo que hace falta es diversión pa la familia. –dijo eufórico Galindez una noche de birras. ¿Qué tal si montamos un circo? Bichos raros sobran en este país. Le ponemos un nombre así bien de circo famoso, compramos unos containers, les abrimos ventanas, los pintamos de colores, y listo chamo, a recorrer el país cobrando churupos en cada pueblo.

-Dalo por hecho, hermano querido –contestó Jiménez chocando la botella de Polar Ice con su nuevo socio.

Yuraimi, la mujer de Galindez, diseñó unas pancarticas para pegarlas por la ciudad en busca de talentos. El día pautado para el “casting” había llegado y los empresarios tenían una cola de gente y animales que daba la vuelta a la cuadra y mucho más. Hombres, mujeres, niños, ancianos, cocodrilos, tortugas, toninas, y hasta una mata de palmito que hablaba.

-Un exitazo que va a ser este circo mi amor –dijo Yuraimi al asomarse a la puerta y ver la cola que seguía creciendo. Creo que es mejor que empiecen con las entrevistas a ver si podemos arrancar pronto con la función inaugural.


……..


Pedro Yan Clod se presentó a la hora exacta, vestido con un liquiliqui rojo que le había hecho la Guacha y una cajita de madera pulida, bien cerrada. En la fila, delante y detrás de él, había cientos de personas y animales de diversos aspectos que producían diversas sensaciones, afectos, sonidos y hedores. Esperó pacientemente su turno bajo el sol inclemente de la calle hasta que lo hicieron pasar al salón del Laredo Grill donde Galíndez, Jiménez y Yuraimi estaban sentados detrás de una mesa a lo Latin American Idol, entrevistando a los postulantes y evaluando su potencial circense.

Tras responder su nombre, Yan Clod colocó la pequeña cajita de madera sobre un taburete alto y la destapó. Los empresarios no podían ver el contenido de la caja desde donde estaban y esperaban impacientes a ver de qué trataba el numerito del bailarín. Seguidamente, Yan pidió a los músicos que interpretaran un joropo y, al son del arpa, el cuatro y las maracas, comenzó un zapatíao intenso alrededor del taburete donde estaba la cajita.

Los jueces se miraron las caras un tanto confundidos con expresión de qué coño está haciendo este carajo y qué tiene esto de número de circo. En ese momento, Galíndez se dio cuenta de que algo faltaba. Era el arpa. Bueno, no el arpa, el arpa estaba allí, lo que faltaba era su sonido. A pesar de que el músico seguía tocando, las notas de las cuerdas no se escuchaban. Cuando estuvo a punto de comentarlo con sus socios, desapareció también el sonido del cuatro. Para el momento en que Jiménez y Yuraimi se habían percatado del fenómeno, dejaron de sonar las maracas que seguían moviéndose en las manos del maraquista. Yan Clod seguía su zapatíao alrededor del taburete, como si todavía escuchara la música, mirando fijamente la cajita de madera.

Los socios, emocionados, comenzaron a aplaudir. Un aplauso sin sonido. Cuando intentaron hablar, nada salió de sus bocas. Yan Clod paró el baile, tapó la cajita, hizo una reverencia a los tres jueces mientras sonreía diabólicamente y, dando media vuelta, desapareció dejando a toda Tucupita flotando en un silencio mortal.


………


Semanas después la CIA intentó ponerse en contacto con Yan Clod para contratarlo, pero sus llamadas fueron inútiles. Nadie escuchó el timbre del teléfono en su casa de Tucupita para decirles que Yan Clod ya no vivía allí, que se había ido con su cajita para otra parte.

Prestidigitador

Juan Carlos Chirinos

"El Mago" por Giger.


En 1314, John Samuel Innsburg, mago itinerante de la corte de Luis X, llamado el turbulento, logró uno de sus mayores éxitos: completó su promesa de desaparecer al público que lo viera, sin excepción. Luego de su truco, muchos pensaron que se trataba del mayor mago de la historia, y otros ya no tuvieron duda de que había hecho un pacto con el Lucifer, por lo cual aseguraban que ni siquiera tenía sombra, pues la había arrendado al maligno para sus travesuras. Algunos sacerdotes declaraban que lo habían visto departiendo amigablemente con el templario Jacobo de Molay y sus sarracenos, pero esta acusación nunca encontró asidero oficial. Al parecer, gozaba de la simpatía del rey Luis y su tío, el valido Carlos de Valois. Sin embargo, la fama de nigromante ha acompañado la biografía de este hombre que más debería ser tenido por un sabio que por brujo. Pero ya se sabe: el diablo carga las tintas de los historiadores.

El asunto ocurrió en Glasgow en diciembre de 1314. La compañía del rey había hecho un alto en la ciudad para llevar cartas de regia amistad a los nobles escoceses; y los mimos y arlequines y polichinelas del grupo aprovecharon para montar su tarantín y sacar unos chelines extra, que no vendrían mal para paliar los rigores del invierno que prometía ser largo y dificultoso. El flagelo de la peste ya se había llevado a la tercera parte de la población de las islas, y nadie parecía estar de humor para las gracias de los payasos.

Pero John Samuel, perseverante, levantó su pequeño escenario y lanzó su desafío:

—¡Un chelín! ¡Un dorado y brillante chelín para el que frustre mi truco! —gritaba en medio del mercado.

Los respetables ciudadanos de Glasgow, cansados por el hambre y el frío, no habrían sido capaces de prestar atención a las supercherías de un mago de pacotilla si la palabra «chelín» no hubiera estado enrevesada en sus promesas.

—¡Reto a quien sea por un chelín! —gritaba el mago.

Un numeroso público se acercó y pagó gustoso los tres peniques que el aburrido sombrero del mago exigía para entrar en la apuesta. Cuando el pequeño corral estuvo atiborrado, un gran telón los rodeó y ya nada supieron los que se quedaron fuera. Pero cuentan que todo siguió de la siguiente manera:

John Samuel Innsburg pidió al público que se tomaran de las manos, porque el truco requería la unión de las fuerzas vitales de cada uno; luego pronunció las palabras que invocaban a los dioses de las formas y los cuerpos:

—¡Astoth, Zalath, Sadmec! ¡Disuélvelos! ¡Señores de la forma, el volumen y la densidad! ¡Disuélvelos en el éter infinito de las bóvedas del mundo! —oyeron aterrorizados los que se habían quedado afuera.

Durante unos minutos hubo silencio. Y después fueron los aplausos y los vivas.

Cuando se corrió el telón, el público declaró que durante esos minutos, todos habían desaparecido y que, no sabían ellos bien cómo, sólo estaba John Samuel Innsburg de pie en el escenario. Ninguno supo explicar cómo pudo presenciar el prodigio si no estaba allí. Pero nadie exigió que lo recompensaran con el brillante chelín, y dieron por bien invertidos los tres peniques.

A la semana de esa hazaña, todos y cada uno de los asistentes al espectáculo murió entre furiosos vómitos negros, ojos llorosos de sangre y fiebres recalcitrantes. La peste se los había llevado; quizá algún ratón los habría mordido o uno de ellos ya estaría contagiado y enfermó a los demás. Sólo John Samuel Innsburg llegó a la provecta e inusual edad de 105 años.

Algunos cronistas afirman que esos años de más fueron la recompensa de Astoth, Zalath y Sadmec, los implacables dioses de las formas, por el sacrificio del público en cada pueblo al que llegaba. Pero ya se sabe: el diablo carga las tintas de los historiadores.

He estado visitando al dentista para no terminar en el circo

Carlos Zerpa



He estado escuchando a locutores de radio y una que otra música dentro de mi boca. Esto me sucede cuando estoy manejando en Caracas y aprieto los dientes… De pronto Alfredo Escalante me habla fuerte y yo me asusto. Por eso estoy yendo al odontólogo todas las semanas, para que me cambie todas las amalgamas de mis empastes dentales y me las substituyan por resinas poliéster, porque además algunas noches mientras descanso la cabeza sobre mi almohada, debido a los llamados “empastes negros”, puedo escuchar completo “Alò ciudadano” sin ni siquiera prender la televisión ni sintonizar Globovisión.

¿Recuerdan el programa de televisión “I Love Lucy”, protagonizado por la pelirroja Lucille Ball? Pues quiero decirles que investigando sobre este caso de las amalgamas “antenas”, descubrí que Lucy decía en un reportaje televisivo que durante la Segunda Guerra Mundial, mientras manejaba, un día ella empezó a escuchar en su dentadura mensajes en japonés, como si los dientes captasen las ondas de una radio con transmisión de espías.

Los empastes metálicos que tenía Lucy en los dientes, esas amalgamas realizadas con la mezcla de plata y de mercurio sirvieron de canalizador de ondas de radio y eso mismo me estaba pasando a mí pero en Venezuela.

De inmediato hice un experimento para que mi esposa y mis hijos no me siguieran viendo como un bicho raro, o como si estuviese drogado o poseído por espíritus y fantasmas… así que tomé un micrófono pequeño y me lo metí en la boca, le di todo el volumen posible al amplificador y froté mis muelas lentamente, para que las amalgamas hicieran circuito…. De inmediato nos caímos todos de culo, pues comenzamos a escuchar todos y a un alto volumen a “Sandro de América” cantando… Primero en mi boca y después a través del amplificador:

“Tus labios de rubí, de rojo carmesí…
parecen murmurar, mil cosas sin hablar
y yo que estoy aquí, sentado frente a ti…
Me siento desangrar, sin poder conversar...”


¡¡¡¡¡Coñooooooooo!!!!! ¡Qué maravilla, Sandro! Y qué feliz me siento yo ahora al saber que no estoy loco ni endemoniado, ya que lo que siento, hasta tiene bases científicas… Feliiiiiiiiiiiiz de poder entender que lo que pasaba a Lucille Ball, también me estaba pasando a mí.

Besé entonces a mi esposa y le di un fuerte corrientazo que le durmió los labios, le di un fuerte beso a mis hijos sacándoles chispas de las mejillas y me puse de inmediato a pensar en las oportunidades que tenía de unirme a la televisión y ganar mucha plata, o de irme de gira con el circo mexicano de los “Hermanos Gasca”, a conocer mundo y a aparecer en grandes carteles como “El Transmisor Humano”, al lado de la mujer barbuda y del mago Fu Man Chù.

Pero esa misma noche, como un baño de agua fría comenzó mi tormento, pues la radio no se apagaba y constantemente se entremezclaban todas las radiodifusoras y televisoras entre sí, en fragmentos de un único programa ininterrumpido, como en un gran collage… como si hiciera cambios rápidos de canales, un verdadero ZAPPING con mis muelas.

Un pedazo de un discurso en cadena del presidente; unas estrofas de una balada boba de Frank Quintero; una de unos carajos cantando reggaetón poniendo caras de malos y dándoselas de gangsters, pandilleros y narcos; a Don Francisco con un carro nuevo de paquete, mezclado con un chiste del sargento Full Chola; a Kiko y a Roland diciendo: “Señores, buenas noches”; a Luis Chataing ofreciéndole disculpas a Daniel Sarcos… Todos a la vez, al unísono en una verdadera pesadilla; el infierno de Dante era bolsa comparado con este tormento.

Hice una bola de tela con un pañueluelo y dormí con dicha pelota metida en mi boca, para que mis muelas no hicieran contacto. Al levantarme me fui a toda velocidad y de emergencia al odontólogo para que me pusiera de una vez por todas, en vez de amalgamas, unas resinas de color blanco…

Por eso he estado visitando al dentista para no terminar con trastornos ni en el circo... Aunque Venezuela de por sí es un gran circo, pero un circo lleno de FREAKS.



Eva, la contorsionista

Adriana Bertorelli

Eva, la contorsionista, se despierta como todos los días y busca a tientas su ojo de vidrio. Tira abajo lo que supone que es la lámpara, se alarma, no lo encuentra. Decide entonces despegar el otro ojo, el derecho, el que cayó boca abajo sobre la sábana de satén violeta. Se convence de que es culpa del trasnocho y los excesos, se dice que es por eso, por los abusos, que por primera vez no encuentra su ojo izquierdo en la camita primorosa réplica exacta de la suya con mosquitero y todo, que le tiene dispuesta a su lado en la mesa de noche.

Decide entonces que buscará primero el derecho para ayudarse a encontrar a su pequeño tirano y piensa en aquello de ojo por ojo y se ríe con una tristeza honda que asusta. Se reclama que con el cansancio y el despecho lo haya tirado en la cama de cualquier manera antes de caer vencida, bañada de ron y quemaduras de velas y de pronto siente un tirón doloroso en el ojo derecho al que desprecia, pero que intenta despegar con cuidado de la sábana morada sin halar demasiado las pestañas y las cejas y teniendo buen cuidado para que la córnea no se adhiera al satén por efecto de las lágrimas que ya se secaron.

Ese ojo, el derecho, siempre vio lo que le dio la gana. Cuando ella estaba en el caballo, brincando obstáculos mientras la gente la aplaudía, su ojo derecho, escapando distraído, veía un prado y la hacía caer. Cuando venía el acto del traga fuego, su ojo derecho, asustado y tan poco proclive a la domesticación, huyendo aterrado daba la espalda y se invertía, pupila adentro, temblando, y no salía si no hasta mucho después, cuando Eva le juraba que nunca más lo acercaría a las llamas, aunque ambos sabían que era mentira.

Ese ojo siempre fue borroso, taciturno, por eso nunca valió la pena y ahora le cuesta un mundo calzarlo en el cuenco de forma coherente y con la pupila colocada hacia adelante y los nervios ajustados a su origen. Apenas puede ver con este ojo voluntarioso, éste que no tiene camita con copete y por eso lo deja tirado y no le importa. Porque ve lo que le da la gana y la gobierna y le hace pasar vergüenzas delante de su público, delante de ella misma, y por eso le llora y le suplica a él, que conoce el mundo, que la ayude a buscar a su ojo izquierdo, al tirano de vidrio, al que sí ama.

Cuando logra finalmente separar al ojo de la sábana y colocárselo, cuando consigue ponérselo mirando hacia el frente, se da cuenta que eso húmedo son sus lágrimas y entre sombras logra ver que su pierna mecánica, también ha desaparecido. Ahora lo entiende todo, ahora todo calza, mientras el ojo derecho esconde la córnea de rabia, de pena y de vergüenza. El ojo de vidrio, el más amado, se ha escapado y le ha robado su pierna. Y ahora juntos, más que juntos, y como burla final, han dejado uno de sus senos flotando burlonamente en una gran fuente con semillas de uva que quedó del despecho de la noche anterior.

La Historia del Circo Valiente (Reguetón Montuno)

L y M: Joaquín Ortega



Coro:

Esta es la historia del Circo Valiente
Que vendió la carpa por su mala suerte
Esta es la historia del Circo Valiente
Cerró la pista se quedó sin gente

I

La mujer barbuda, lampiña amaneció
Y ahora se desnuda en un Bar del interior

El enano Maturano, sado-maso se volvió
Y una chica en cuero negro con su potro lo estiró

A Reverte, el hombre fuerte una gripe lo enfermó
No hay más pesas ni proezas, sólo moco y mucha tos

Armando, el hombre alto en un minuto se encogió
No le alcanza más su sueldo y su mujer lo maleteó

Coro:

Esta es la historia del Circo Valiente
Que vendió la carpa por su mala suerte
Esta es la historia del Circo Valiente
Cerró la pista se quedó sin gente

II

Azulito, el payasito un despecho lo atacó
Ahora guarda en su nariz Periquito, Valium, ron

El equilibrio de Macario muy precario se tornó
La cuerda floja ahora trabaja y su triciclo se fugó

Era Alberto el tragafuegos, la acidez lo liquidó
Ahora se empuja a cada rato su palo e´ Pepto-Bismol

Contorsionista era Evarista y muy dura se encontró
Está tiesa en una pieza como mesa e´ comedor

Coro:

Esta es la historia del Circo Valiente
Que vendió la carpa por su mala suerte
Esta es la historia del Circo Valiente
Cerró la pista se quedó sin gente

III

A un arquero, el Gran Otero su visión se le empeoró
Se quedó sin ayudantes y la cárcel conoció

A Amador, el domador le obedecían sus animales
Pero un día se casó y hoy sólo sabe de pañales

Un muñeco que no hablaba a su dueño denunció
Ahora tiene cinco yates y a la mujer de su patrón

Ese Santiago, el niño mago con un truco se ayudó
Se ganó la lotería pero un impuesto le cayó


Estribillo 1:

¿Y cómo se llamaba el dueño del circo?
¡Chulini Vaguín, Chulini Vaguín!

¿Y cómo se llamaba el ventrílocuo?
¡Míster Bemba, Míster Bemba!

¿Y cómo se llamaba la mujer barbuda?
¡Leidy espís tic, Leidy espís tic¡


Estribillo 2:

Doce artistas
Once más uno
El dueño cobraba
Y no pagaba a ninguno

Doce artistas
Once más uno
Tremenda macumba
Tremendo montuno

´Till Fade:

A un arquero, el Gran Otero su visión se le empeoró
Le dio flecha al ayudante
Senda cana se sacó

Amador, el domador metía miedo a su león
Pero un día se casó y ahora repite:
“sí mi amor”, “sí mi amor”

El arquero Otero, se creía un Elfo…

¡Santos Bati-Tolkien Batman!...

Y el domador una mezcla de Sigfried y Roy

De Sigfried y Roy, de Siegfried y Roy


Corte.-


Job23:58.-

http://www.joaquinortegascripts.blogspot.com

"Cazando cucarachas"(Capítulo de Pasillos de mi memoria ajena)

Mario Morenza



Marco, el enano, había sido muchas cosas. Pero nunca antes había sido viejo. Desde hace algunas semanas comenzaba en esa actividad. Los meniscos, las articulaciones, su anatomía (o su enanotomía como le dijo Alina cuando le ganó cazando cucarachas), los pensamientos y las palabras, necesitaban que les untasen aceite 3 en 1 para que todo agilizara en él. Cuando a Marco le llamaron por primera vez liliputiense, pensó que le decían además de enano, puto. La rebuscada palabra se convirtió en un segundo nombre indeseable. El adjetivo enano pasó a piropo requerido. Marco fue muchas cosas. Sus trabajos transitaban en la autopista de lo bizarro. Sus oficios, al contrario de sus necesidades motoras y mentales, siempre estuvieron embadurnados con aceites fangosos. Marco leyó cartas del Tarot en Sabana Grande. Marco lavó y cuidó vehículos. Marco fue correveidile. Marco traficó mercancía por dos semanas y media en 1992. Marco lavó y cuidó animales en el zoológico El Pinar. Marco fue, a finales de su adolescencia, cuando aparentaba tener 35 años, artista o, mejor dicho, payaso enano de circo hasta que apareció Patricia.

Patricia era una leona africana que amenazó con arrancarle la cabeza cuando fueron presentados. A la mitad del elenco circense le arrancó protagonismo. Marco, a la semana, protegiendo su futuro y el de muchos, le dio a Patricia una doble ración de sopa de garbanzos con legumbres y apio, aderezada con vidrios molidos. Cuando el rating se cuantificaba por aplausos, comprendió que su perfomance y el de muchos habían perdido popularidad al lado de “La Leona Patricia, la Muerte Felina”, como la publicitaban.

A las tres de la tarde, la alta jerarquía del Circo llamaba a la sociedad protectora de animales y a una funeraria. Rubén, el acróbata del trapecio, en su último acto de riesgo y habilidad, le arrebató uno de los platos a Patricia. La oscuridad de la madrugada y el vertiginoso apetito de la bestia conspiraron para que Patricia no prestara mucha atención a los malabares de Rubén. Esto destrozó a Marco, que nunca imaginó tal proeza de alguno de sus compañeros. Sentía la conciencia reventada, caída desde la altura del trapecio de su amigo. Cuando ya Marco tenía un pie fuera de la arena circense, se ventilaba un suicidio premeditado y un asesinato con alevosía a “La muerte felina y africanizada”, pues se trataba de un Bauth, fiera originaria del sureste de los Estados Unidos, donde se encuentran en cautiverio alrededor de quinientas especies en el centro biológico y veterinario Pellucidar Burroughs. Fue así el parte médico con respecto a la raza oficial de la “leona”, lo que hizo meter al dueño del circo en un problema que saldó con una buena suma de dinero. Unos seis años después, el liliputiense estaría implicado, pero, en este caso, dentro de la Ley: sirvió de espía –decía, confesaba, aunque en realidad fue de soplón– para un desaparecido cuerpo policial. Con los datos que suministró desmantelaron tres prostíbulos, y asesinaron como a nueve mujeres de la mala vida con previa violación colectiva, y en algunos casos específicos: post mortem. Una de ellas, Rosaura, era su amiga. Su mejor amiga. Aunque el adjetivo de mejor y el de amiga, fueron aplicados póstumamente a esa fotografía mental cuando pensamos en alguien. Su mejor amiga, tenía otra mejor amiga, una chica de unos 18 años para aquel entonces: Alina. Alina contactó a Marco para darle algo que Rosaura le iba a regalar por su cumpleaños y que ella le había ayudado a elegir. Un remordimiento trepó desde las trenzas de sus zapatos hasta esa cámara de paredes endebles, de herrumbres retorcidas y astilladas que era su conciencia. Una vez más acababa indirectamente con la vida de alguien cercano.

Alina y Marco fueron a una tasca. Hablaron de sus vidas. La conversación pudo catalogarse de una autobiografía oral por rounds. En uno le tocaba a Marco hablar de la suya y a Alina preguntar y a hacer conexiones del tipo: yo tal vez me leí las cartas contigo cuando acompañaba a un Ministro extranjero o yo visité ese circo, mi tío Alberto me llevó, pero no recuerdo haber visto enanos. Y al siguiente round, Alina hablaba. Marco asentía, y no por falta de conexiones. Tal vez tenía una: Rosaura. Pero ésta, cada vez que se presentaba la oportunidad de encajarla en el monólogo de Alina, su conciencia se desplomaba de nuevo. Prefería callar. Finalmente, Alina dijo: Vámonos. Y Marco: ¿Pues, adónde? Alina: Tengo un cólico frenético y creo que he bebido mucho por hoy. Marco: Pues tendrás que hacer una dieta gastrinómica. Ambos fueron a un Hotel. Alina conocía al dueño. Le saludó con desparpajo, le restregó caderas y bustos. Le pidió unas seis cervezas o vino o vicerveza, para ella y su pequeño nuevo amigo. Le guiñó el ojo, para contener cualquier alud de celos. Estuvieron despiertos la misma cantidad de horas que las estrellas del Hotel: dos. Jugaron a matar cucarachas. Ganó Alina por razones obvias: había más alimañas detrás de los espejos que debajo de la cama.


El Circo Kata-tónico o De qué trata el cuento

Juan Zamora


A este singular circo, lo integraba un peculiar grupo de personajes: un fakir eunuco, una mujer barbuda y anoréxica que sufría de alopecia, un enano drogadicto, una trapecista acrofóbica, un mago amnésico, un payaso hipocondríaco, una contorsionista artrítica, y un alemán borracho y pendenciero que hacía de domador, presentador y director del circo; aunque su mayor arte era el de rascarse lo testículos y escupir frente a la audiencia.

La carpa central permanecía sola, los asientos vacíos y la boletería sin vender. Así transcurrían los días en este sitio donde no había risas ni diversión.

Pero, ¿qué podía hacer a un circo un lugar tan triste? Simple: El fakir no tenía la “voluntad” suficiente para acostarse en una cama de clavos. El enano, adicto a la cocaína, se “crecía” cada vez que estaba frente al público y comenzaba a insultarlos. La trapecista no podía despegar los pies del piso y prefería “pasar por debajo de la mesa”. El mago nunca lograba recordar donde había “escondido” los objetos que desaparecía (¿?). El payaso pensaba que la pintura podría producirle un cáncer en la piel, la nariz de goma asfixia, el traje de poliéster y satén urticaria, o que la peluca le ocasionaría una atrofia cerebral al no permitir circular las ideas. Para colmo, el estar cerca de los niños, le generaba una arritmia insoportable.

La contorsionista y la mujer barbuda, eran hermanas. Querían abandonar el circo, pensaban que su tiempo había pasado. La primera, ya vieja y cansada de tanto “doblar” el lomo; la segunda, sin “pelos en la lengua” ni en ninguna otra parte, decía sentirse cansada también.

Ambas hermanas, estaban enamoradas del domador, pero no querían enfrentarse por ese amor ingrato y no correspondido. Él, sólo amaba sus botas, el látigo y la botella.

El tiempo fue pasando y la oquedad del circo hacia mella en el ánimo de sus integrantes, y ni qué decir de sus estómagos. La falta de dinero y recursos, se reflejaba en una alacena vacía y la cocina con trastos limpios y sin uso desde hacía ya mucho tiempo.

Partir hacia otro lado, era inviable; sin combustible para mover los camiones, ni fuerzas para recoger la carpa. Además, ¿qué solucionaría abandonar el lugar?

Los animales comenzaron a enfermar y a morir de hambre. Lo que pudo ser tristeza, pronto se convirtió en oportunidad. Los del circo habían conseguido comida.

Nada se desperdiciaba, la carne para el estómago, las pieles para cubrirse y los huesos para hacer bisutería y venderla. Así sobrevivieron un buen tiempo, el suficiente para olvidar el oficio circense. Atrás quedaron esas artes, fueron suplantadas por otras. No más luces y aplausos, ni risas, ni gritos. No más niños, ni trucos, ni redoble de tambor. Pero, ¿en algún momento los hubo? ¿Alguna vez, fue de verdad un circo? ¿O siempre fue gente esperando una oportunidad, al menos para poder comer?

El maestro de las transformaciones

Fedosy Santaella



Ah sí, aún faltaban algunos años para que el duque de Rocanegras se dejara ver con su brillo de mundo y hablara jactancioso de su línea piramidal de la belleza y de su abdomen sin raíz, cuando en 1916 se presentó en Caracas uno de los personajes más extravagantes que jamás vio la escueta capital venezolana.

Personajes singulares siempre ha habido en el orbe, y también en nuestras tierras. Recordemos en los tiempos de Crespo, al tristemente célebre Francisco Delpino y Lamas, famoso Chirulí del Guaire, sombrerero de profesión que escribió la singular serie de poemas Otra metamorfosis, y uno que otro verso libre como el nunca bien ponderado Impronta, que así decía:


Pájaro que vas volando
parado en tu rama verde;
pasó cazador, matóte;
¡más te valiera estar duerme!


No olvidemos a otro personaje también de los tiempos de Crespo (sobraban los locos en los tiempos de Crespo, ¿no?): Telmo Romero, Rasputín criollo, brujo amado por la señora de casa (ya van a pensar mal de misia Jacinta, caracho), que llegó a ser director de los hospitales de Caracas y del asilo mental de los Teques. Romero, que no estaba loco, pero sí sabía ser funambulesco, aseguró a su amo que podía curar la locura con remedios de su propia inventiva. Mantuvo aquel engaño hasta que a Crespo lo mataron en la Mata Carmelera; después, tuvo que salir corriendo (Telmo Romero; el muerto ya estaba muerto), porque los estudiantes, gente civilizada hasta que intentan hacerlos pasar por memos, querían lincharlo de tan mentiroso que era aquel señor.

De estos personajes tenemos un montón, muchos nacionales, otros venidos de afuera, como lo fue, digamos de una vez su nombre, Leopoldo Frégoli, relojero, fotógrafo, actor, cantante y pionero del cine, cuyo fregolígrafo fue su versión italiana del invento de los Lumière. Un hombre polifacético, sin duda, tanto que se dio a conocer principalmente como el más grande transformista de su tiempo. Y cuando digo transformista hablamos de un arte parateatral, no de un arte para-hombres-que-prefieren-ser-chicas-y-tal.

Frégoli, cabe destacar, no era un loco como Delpino y Lamas o un fraude como Romero. Digamos más bien que su especialidad era, justamente, la estafa y el fraude convertidos en arte. Proteo de su tiempo, Leopoldo Frégoli era uno y era todos, era hombre y mujer, el rey de los disfraces y las personificaciones, maestro de la mímica, la pantomima, la magia, la ventriloquia, el canto, la acrobacia; es decir, todas esas artes -parateatrales- que tienen que estudiar hoy día los actores de Broadway para que le den un papelito en alguna obra más o menos prestigiosa (o no); artes que sin duda, están tan cerca del engaño, que sus practicantes se me antojan estafadores traídos a la luz y convertidos en artistas.

Lo mismo hacía Frégoli de caballero con bigotes que de maleante contrahecho, dama respetable o damisela desahuciada, imitando con supremacía, como un Klaus Nomi de sus tiempos, la voz de una tiple ligera, de un tenor o de un barítono, hasta llegar a las notas más graves del bajo profundo, según decían las crónicas de su época; crónicas que también señalaban que Leopoldo Frégoli era “el primer hombre que hacía papeles de mujer sin asociar a ello ninguna forma vulgar o ridícula”, y agrego y para nada sospechosa, sólo por si acaso.

Cuenta la leyenda (forma elegante del chisme) que, siendo soldado, Frégoli formó parte de un grupo de teatro. Un día, algunos de sus compañeros se indispusieron (sólo eso sabemos, que se “indispusieron”), y ante su “indisposición” traducida en ausencia, Frégoli decidió interpretar los papeles de quienes faltaban. Al parecer lo hizo muy bien, y allí comenzó su carrera acelerada, precursora del Futurismo de Marinetti (lo digo en serio, no vayan a creer), pues durante sus escenificaciones, de un modo vertiginoso y sorpresivo, Frégoli cambiaba de voz, vestuario y registro convirtiéndose así en un personaje distinto cada vez. Decía con frecuencia: "El arte es vida, y la vida, transformación". Hasta por delante de Einstein estuvo el maestro, y esto también lo digo en serio, no crean que me burlo.

En fin, su gran talento le dio fama mundial, es decir, que gracias a éste, viajó por el mundo y le pagaron por ello, cosa que intentamos hacer muchos en nuestra vida, muriendo no en el intento, pero sí sin llegar a lograrlo, ni una vez. La psiquiatría acuñó el término Síndrome de Frégoli para definir un trastorno mental de tipo esquizoide. La cosa es más o menos así: un señor que sufre el síndrome de Frégoli, puede llegar a creer que su señora, no es su esposa, sino su hermano muerto hace algunos años, que ha reencarnado en ella. Cosas así. Por otro lado, la lengua italiana incorporó la palabra “fregonismo” para señalar una acción rápida o vertiginosa. Recordemos que en el español de Venezuela se utilizó “vitoqueado” para hablar del hombre bien vestido y emperifollado, en reminiscencia del gran Vito Modesto Franklin, duque de Rocanegras, Petronio de la Caracas gomecista.

Por cierto, quienes van al teatro hoy día y ven alguna escena donde se mezcla la actuación con imágenes proyectadas sobre el escenario, no piensen que están viendo algo nuevo. Frégoli lo hizo en su momento. Con su fregolígrafo proyectaba películas mudas, aderezadas con trucos de magia donde el corte “mágico” o truco de la “sustitución de imágenes” hacía desaparecer, aparecer o transformarse a los personajes y a las cosas (a Frégoli se le llamó “el Mélliès italiano”). Estas pequeñas obras fueron filmadas entre 1898 y 1899. Burla al marido, Frégoli en el restaurant, Frégoli el babero mágico, Frégoli prestidigitador y El maestro de música son algunos de los nombres de los cortos. Todavía en 1904 se sabe que los usaba.

Este personaje tan singular, hombre de vanguardia de su tiempo y que influyó en artistas como Joan Brossa, estuvo en Caracas en el año 1916, como ya dije, y disculpen la repetición, pero había que retomar el hilo.

El teatro era entonces una de las distracciones preferidas de los caraqueños. En marzo, la compañía de ópera de Américo Manzini había estrenado en el Municipal, La Favorita de Donizetti. El elenco contaba con estrellas extranjeras de primera línea, junto con un grupo de coristas y bailarinas de talento. Costaba seis bolívares la entrada a patio y palco y un bolívar la galería (“¡chúpate esa mandarina!”). Todo muy bien, todo como para asegurar el éxito, pero poca gente asistió a tan magna obra. ¿Por qué? Simplemente porque en el Teatro Caracas, conocido con el pomposo nombre de Coliseo de Veroes, comenzó el 11 de abril a presentarse Leopoldo Frégoli con las óperas Salamina y Las voladoras, y la revista de agitado movimiento en escena, Paris Concert, en la que Frégoli interpretaba a más de veinte personajes. (Quién sabe si Víctor Modesto Franklin llegó a verlo en aquella ocasión, y entonces se encendió en su mente alguna lumbre que años más tarde se vería reflejada en la excelsa figura de Rocanegras.)

Acerca de la actuación de Frégoli, el maestro Carlos Salas en Historia del teatro en Caracas cuenta que “el público quedaba asombrado cuando entraba por la puerta vestido de mujer, y salía por la otra trajeado de caballero, sin que se perdiera el hilo del diálogo o el dúo musical de la fantasía escénica.”

Este fue Leopoldo Frégoli, el Proteo del teatro, que llegó a Caracas y venció él solo, David de las tablas, al gran Goliat del teatro Municipal, con sus precios baratos y sus grandes artistas. El público, sin duda, ama el circo, y Frégoli, gran adelantado, profeta del pop, sabía dar el mejor circo de todos: ese que toca a las emociones, causa asombro y morbo y que, como Proteo, apunta directo al inconciente, hermanos ambos de las mil formas y del enigma. ¿Y no es acaso la historia de la humanidad una lucha para sacar a la luz, la oscuridad de afuera y la de adentro? ¿No es la historia del futuro una guerra contra los enigmas de la existencia? Quizás aquel transformista encantaba, porque su rareza era la expresión artística de una de las fibras más profundas del hombre.

Frégoli nació en Roma en 1867 y murió en 1936 en Viareggio, ciudad de la región de la Toscana, famosa por sus carnavales. Si alguno de ustedes se convierte en un afortunado viajero de estos tiempos inmundos, y llega a darse una vuelta por el cementerio de aquel lugar, por favor busque su tumba y revise si es verdad que en su epitafio dice:


“Aquí Leopoldo Frégoli llevó a cabo su última transformación.”


Pinocho en el Nuevo Circo

Roberto Echeto


Ya en otro lío medio feo
Pinocho se inmiscuyó.
Ahora en un ring de boxeo
el de palo se metió.



Convertido en feo tábano
con Taison quiso la pelea;
lo retó con guáramo,
mencionándole su diznea.



El negro vio la cosa fácil.
Sin embargo no sabía
que Pinocho era ágil
y que a golpes se escabullía.



Taison tenía lo suyo;
en la cara sonó al flaco
y le sacó un tuyuyo,
dejándolo zarataco.



Pinocho defendiéndose
un narizazo propinó.
Taison enfadándose
un mordisco a la oreja le lanzó.



Y a Pinocho lo vetaron
por ser de madera.
Ellos creen que le ganaron
y que lo dejaron sin cartera.


Circus Minimus

Sergio Márquez



I

Aquel Circo desafiaba todo lo conocido y lo por conocer: Randolph, el enano de dos metros treinta y tres centímetros, Mortajita, el único payaso negro, Uma y Svetlana, las trapecistas mancas del mar báltico, Rocco el aéreo, hombre bala de doscientos veinte kilos y el incomparable Yugo, suicida inmortal, eran sólo algunas de las bizarras atracciones que T.P Munrab, el excéntrico empresario circense indio, había reunido para fundar el primer Circo Cuántico de la historia. Aquel circo no sería un circo trashumante, no: se estaría siempre quieto, anclado en su incongruencia, en el medio de algún desierto yermo en el Rajasthán, visitada su carpa inversa por un público cautivo de lagartos y fantasmas.


II

Los circos son lugares tristes, como todos los lugares de este y otros mundos que obligan a largas despedidas: andenes de tren vacíos, aeropuertos, funerarias, cabinas telefónicas. Todos ellos, y sobre todo el circo, comparten algo de esa oscura condición peripatética. A excepción de uno. En París existe un circo de invierno donde, al culminar la última función de su temporada arropada en el frío húmedo del río y sus dulzones salitres de metal, todos sus integrantes, al unísono y en silencio, entran en ataúdes de cedro, y cerrando lentamente las tapas, se quedan allí, dormidos, esperando que al año siguiente el granizo de los aplausos invernales vuelva a despertarlos una vez más, para así resucitar el gélido recuerdo de sus malabares de ceniza y su nevada ventisca de cabriolas.


III

Circos hay muchos, quizá demasiados. Desteñidos cementerios itinerantes, caravanas descastadas navegando sus leones desnutridos por el mundo. Aciago día aquel de 1954, cuando en un pueblo fosilizado de los Cárpatos orientales, coincidieron al fallecer la luz todos, y cuando digo todos me refiero exactamente a eso, a todos, los circos del mundo. Un pandemonium de contorsionistas chinas, payasos sibilinos, perros acróbatas y tigres famélicos atestó durante tres interminables días las callejuelas de aquel pueblo que jamás antes supo lo que era el barritar de un elefante. Miles de carpas inundaban la niebla del estragado valle, sus lámparas de gas temblando en la noche por entre las agujas de los pinos. Y tal como arribaron, en tropel desbocado, de igual manera se esfumaron. En una sola madrugada, todas las tiendas fueron levantadas, y con ellas escaparon también todos (y cuando digo todos me refiero exactamente a eso, a todos) los habitantes del caserío, magnetizados por el fluir incesante y desordenado de los circos en su trajinar hacia la última de las funciones.



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Caer en gracia

José Javier Rojas




Oh listen Tender Lumplings let me take you by the hands.
I'll
take you from this hell-hole to the Promised Land.
But don't blame me, oh children, if those promises don't keep.
'Cause promises like lives, can be bought so very cheap.

Tender Lumplings, Danny Elfman



Gonzalo colgó el celular sacudiendo la cabeza con resignación. Gerardo le había jugado uno de sus acostumbrados inicios de partida para comenzar la semana: mucha juerga, demasiadas mujeres, poco tiempo para dormir el ratón, igual a, el panita va a tener que resolver él solito para variar. Se dice fácil, pero limpiar los vidrios de las torres de Parque Central no es cosa de tomar a la ligera.

Gego, no la artista plástica de las estructuras reticulares, sino la empresa de mantenimiento, era en realidad propiedad de Gerardo, el capital socio capitalista, el hombre con tacto de los contactos, el tipo de la sonrisa cautivadora que cerraba los tratos y abría la piernas de cuanta secretaria rebotona estuviera con ganas de merecer lo propio. El aporte a la sociedad de Gonzalo, además de la última sílaba de la razón social, era no tanto la última palabra como la palabra de mesura; era él el cable a tierra de Gerardo, quien a su vez era el motor que sacaba a su carnal melindroso de sus cavilaciones bizantinas.

La torre había visto tiempos mejores, cuando la modernidad no era tan sospechosa de malos oficios y peores intenciones. El pavoroso incendio que había herido su rostro iba quedando atrás mientras las lentas remodelaciones avanzaban, recuperando la estructura para el uso de la burocracia venezolana.

Desde su andamio colgado de las nubes, los socios discutían animados en su palco privilegiado sobre las frecuentes manifestaciones públicas que cantaban loas al Supremo Líder Revolucionario o pedían sus sesos en escabeche. Desde tan alto todas se veían igual de anárquicas, exaltadas y gesticulantes, blandiendo monótonas sus estandartes, pendones y blasones, predecibles ejércitos de soldaditos de plomo, peones, fichas en el tablero de una partida cósmica que se juega desde el inicio de los tiempos.

Suspendido de las poleas estaba cómodo, y había aprendido a apreciar el silencio cuando su socio no estaba ahí alardeando de sus proezas sexuales. Pero la altura y la soledad habían empezado a afectarlo. Trabajando cotidianamente tan arriba de sus congéneres, Gonzalo había terminado por creerse que él también vivía encima de los demás, que los patuques políticos de tan rastreros no le salpicaban porque no podían alcanzarlo en su andamio de ermitaño estilita.

En los pisos recuperados del incendio, los obreros habían logrado borrar las cicatrices del fuego con relativa eficacia, y solo el ojo entrenado podía distinguir los acabados nuevos de los originales. Sin embargo, la soledad seguía siendo la única inquilina de esos pisos a medio terminar, llenos de materiales de construcción y herramientas abandonadas por las cuadrillas reasignadas a obras más urgentes.

La crisis bancaria de los noventa fue el cataclismo financiero que catalizó la sociedad entre los dos amigos. La hiperinflación por un lado, las deudas con intereses de usura por otro pusieron de rodillas a Gonzalo y Gerardo en cosa de un par de años. Juntos en la necesidad, fundaron la empresa más exitosa en cuidar de la cara de vidrio de los edificios caraqueños. Los escrúpulos de Gonzalo eran garantía para que las cuentas que conseguía Gerardo fueran tan transparentes como las ventanas que ambos mantenían impolutas.

Gonzalo ya daba por terminado ese piso, cuando algo inusual captó su atención. Pegó la nariz del vidrio e hizo una visera con su mano para tapar el reflejo. En el fondo de la habitación abandonada, sobre una escalera de pintor de brocha gorda y bajo la luz parpadeante de neón, estaba un maletín abierto lleno de billetes verdes.

-Bah, debe ser una broma -dijo, y accionó la palanca para bajar-, ¿pero y si no es el caso, que será entonces? - Detuvo el mecanismo de un manotazo y recuperó la altura perdida. Se plantó frente al ventanal y manipuló sin problemas la cerradura. Nadie pasa el seguro a un centenar de metros del suelo, ni siquiera en Caracas.

-¡Epa! ¡Buenos días! ¿Hay alguien ahí?- gritó a la habitación vacía.

Ahora podía verla toda claramente, y salvo la escalera puesta bajo la luz mortecina, como un pedestal exhibiendo una deidad maya en un museo, en el cuarto solo había aire. Y él. Gonzalo no recordaba haber entrado en la habitación, pero ya estaba a dos pasos del maletín, puesto justo a la altura de sus ojos.

Empezaba a estirar la mano, cuando asustado se volteó, para ver nada más que la ventana abierta y el andamio. “Nada, no hay nada ni nadie”, dijo para sí. De todas formas, retiró la mano y contempló fijamente el maletín. Era un Samsonite rígido de combinación, de los modelos nuevos, más redondeados en los ángulos y diseño ergonómico, bonito, pero no particularmente llamativo. Gonzalo tenía uno parecido, más oscuro, que usaba para las gestiones de cobranza a los clientes. La diferencia era que el suyo estaba lleno de facturas por cobrar, estampas de José Gregorio Hernández y dibujitos de sus hijas, y éste bajo la lámina retirada del cielo raso estaba lleno de dólares con la cara de Benjamín Franklin.

Gonzalo, en medio de la excitación creciente, empezó a pensar. Primero, se dio cuenta de que estaba parado, él y no otro, frente a una fortuna muy ajena, de procedencia muy sospechosa. Si alguien entraba en ese momento, ¿cómo demonios iba a poder justificar su presencia allí? Si alguien entraba. Alguien. No sería una niña vendiendo boletos para la rifa de Fe y Alegría. Gonzalo estaba parado en frente al proverbial maletín, al epítome de la corrupción y de los manejos dolosos que tenían jodido a su país. Coño, que lo tenían muy jodido a él, limpiando ventanas de rascacielos para ganarse la vida. Una onda de calor y odio ascendió desde las vísceras de Gonzalo. Pensó en regresar al andamio, tomar alguna herramienta, y enfrentar al corrupto, darle de vergajazos hasta que le pidiera perdón y confesara a cuántos había esquilmado para hacerse de semejante fortuna. Ya estaba en eso cuando se dio cuenta que los corruptos se saben corruptos, y que no andan por la vida protegidos solo con un buen desodorante. No había forma de enfrentar al delincuente que estaba a punto de esconder millones de dólares en efectivo en el cielo raso y salir caminando del trance. “A punto de esconder”, las palabras resonaron como una piedra que cae dando bandazos al fondo de un pozo profundo. Debía escapar de ahí antes de que llegara el matón con sus secuaces y lo convirtieran en parte de la mezcla de concreto del edificio en remodelación. Escapar, y dejar impunes a los malditos ladrones que han condenado a Venezuela a ser una tierra de mendigos agradecidos y salvajes bandoleros que imponen la ley de sus cañones sobre la ciudadanía desvalida. Quizá le alcanzaría el tiempo para bajar, ponerse a salvo, llamar a los medios, hacer la denuncia ante las autoridades competentes… ¿Autoridades? ¿Competentes? Gonzalo por un momento había olvidado, en la película que pasaba vertiginosa en su mente, que la película era una película venezolana, como las que hacía antes Román Chalbaud. Aún en el supuesto negado de que todo saliera bien, que lograra convencer a periodistas y policías de que él había descubierto un maletín lleno de dólares en un edificio del gobierno, que se prendiera un escándalo de los mil demonios, y que el país solo hablara de eso por varias semanas, acaso meses, al final todo se reduciría a un ajuste de cuentas, siendo Gonzalo el saldo de la cuenta ajustada.

El sonido de la poceta, justo tras la puerta, sacó a Gonzalo de su ensimismamiento. Como una exhalación, cerró el Samsonite, cruzó la habitación, saltó al andamio y cerró la ventana tras si. Cuando el andamio empezó a bajar, con su velocidad cansina, Gonzalo rompió a llorar. Mientras las personas que deambulaban por la calle empezaban a aumentar de tamaño en la medida que se acercaba al suelo, por primera vez en muchos años Gonzalo sintió que formaba parte de ellas, que no era mejor que nadie, que todos eran iguales entre sí y él entre ellos, era como ellos, uno de ellos. Pertenecía, al fin. La calle crecía, difuminada por el prisma de sus lágrimas, y él, mientras abrazaba el maletín con el botín, se sentía abrazado, acogido por sus semejantes. Había bajado de su columna de ermitaño, y jamás volvería a estar solo. Gonzalo lloraba de felicidad por volver a casa.

-Señor, gracias por ponerme donde hay.

Un romance de feria

Dakmar Hernández de Allueva



Mandingo

Poco le molestaban las comparaciones. Cada vez que en algún resquicio de la memoria aparecía alguna evocación referida a su nombre mostraba aquellos dientes blancos y alineados que algún órgano habían diseccionado durante alguna pelea callejera. Luego de la sonrisa canina miraba centelleante y fijamente a los ojos de quien trataba de ofenderle: una acción que no pocos maltratos le había originado y que sólo conseguía endurecerle el semblante.

Pero la fuerza de Mandingo superaba la historia denigrante, la raza de pocos pesos, el peligro y toda clase de prejuicios de quienes se aproximaban a solicitarle alguna tarea. La fuerza y el mito de Mandingo se testimoniaba en la estela de mujeres que no aguantaron la vigorosa embestida sexual de aquel animal en celo y murieron con el vientre destrozado. Aquellas, a pesar del resultado, no eran historias infelices. Algunas conocieron orgasmos inimaginables, otras nunca avizoraron las imágenes teñidas en rojo, muchas suspiraron hondamente, conocieron el clímax, las razones de la existencia, el mejor de los momentos. Ninguna vivía para contarlo.



Ellas

Tímidas, delicadas, lejanas, ignorantes de todo aquello, sumergidas en aquel mundo de luces al caer la tarde y alegría sin humor, cumplían con todos los deberes con armonía y respeto. Habían aprendido a conocerse, tolerarse, comprenderse y ayudarse hasta componer aquella unidad en la que ambas conseguían ser resignadamente felices sin mayores pretensiones. Durante la caravana de carros, camiones, animales exóticos, rarezas, fenómenos y talentos del circo decadente en el que trabajaban como tarotistas conocieron a Mandingo, a quien habían contratado para montar y desmontar la vacilante estructura del show. Y como esos momentos causales en que el universo conspira para que las situaciones se resuelvan de manera insospechada, sin protocolos ni rituales de apareamiento, aquella feminidad compartida pudo alojar sin problema ni resistencia a aquel animal feroz con ojos ardientes que zigzagueaba compulsivamente y remontaba con lujuria, rabia, deseo, frenetismo y locura desde las entrañas de Mandingo.

Eran felices. De eso se trataba la felicidad, entonces.



Colorín colorado

Pero el alma de aquel nombre bien encerraba un determinismo difícil de evadir. Un día, después de la función, Mandingo se dirigía a descansar en aquella cama compartida con sus mujeres cuando las observó riendo y jugando frente a uno de los espectadores. Aquello era más de lo que podía soportar. Nadie podía acercarse a ellas. Les pertenecían, sin mayores argumentos. Con el brazo levantado, apretada la muñeca y los dientes, el sorprendido hombrecito anónimo elevado del suelo gemía débilmente atrapado en aquella tenaza cuando un disparo liberó su garganta. Para ellas, el tiempo se detuvo. Mandingo cayó inerte al suelo y todo se volvió negro.

Tras el luto fue impensable volver a trabajar. Como conocían sus reacciones y el dolor que las invadía, a una de ellas le anunciaron el despido del circo mientras la otra aún dormitaba. Retiraron la valla anunciando el servicio de lectura del tarot y poco a poco toda aquella historia del negro mandinga y las siamesas cayó en el olvido. El circo perdió su fama luego de algunos escándalos menores y falta de personal. Finalmente, tuvo que cerrar sus puertas una vez que el sindicato de payasos tomo el recinto. De las siamesas nunca más se conoció noticia alguna.


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Destino del prestidigitador

Gustavo Valle


Las piezas estaban desperdigadas en el terreno baldío donde había un basurero. Yo venía de hacer mi número, caminaba rumbo a casa, y las miré como quien mira un espejo. Me agaché para recogerlas, eran unas doscientas, las metí en mis bolsillos y el resto las llevé en mis manos. Al llegar a casa las puse sobre la mesa, me serví un whisky y comencé a armar el rompecabezas.

Me di cuenta que muchas de las piezas eran de color oscuro, algunas con pintitas blancas y pensé: “un paisaje nocturno”. Fui juntando las piezas y la imagen que surgía era la de una escena urbana: la luz roja de un semáforo, las partes de un taxi (el letrero sobre el techo, una rueda). También la ventana iluminada de un edificio. Quise adivinar: “Nueva York, by night”. Pero pronto me di cuenta de que no era Nueva York.

Sabía que faltarían piezas y que no iba a poder completarlo. Pero igual insistí. Me serví otro whisky, y al cabo de dos horas armé todas las piezas que tenía. Al ver el resultado sentí un violento escalofrío: la imagen conformada era la del terreno baldío: la misma basura acumulada donde recogí las piezas. Sólo que a diferencia de la imagen real, a ésta le faltaban piezas, justo en el centro estaba hueco.

Me froté los ojos, pensé que había tomado demasiado (¿sólo dos whiskys?). Me puse la chaqueta y salí a toda prisa. Caminé por la calle en dirección al terreno baldío: “si busco bien podré encontrarlas”, me dije, y apuré el paso.

Cuando llegué había un mendigo abriendo bolsas y seleccionando desperdicios. Me acerque a él y le pregunté si había visto las piezas de un rompecabezas.

-Yo las tengo –dijo-. Y siguió hurgando entre la basura sin decir nada más.

-Puedo pagar por ellas –le advertí mientras sacaba mi billetera.

-No se venden, si quiere ármelas aquí mismo, pero las piezas me pertenecen.

El tipo parecía medio loco y yo, sin discutir, le dije que sí, que estaba de acuerdo. Entonces sacó de su bolsillo unas veinte piezas, las puso en mis manos y sobre un cartón sucio comencé a armar la parte que faltaba del rompecabezas.

A medida que armaba las piezas, la imagen de un cuerpo iba surgiendo. Primero la cabeza, luego el cuello, después la chaqueta arrugada. Era el cuerpo de un hombre encima de un montón de basura. En ese momento un taxi se detuvo frente al semáforo en rojo y el mendigo repentinamente salió corriendo. Del taxi bajaron dos tipos, pero yo continué armando el rompecabezas, me faltaba muy poco.

Escuché a los del taxi llamar a alguien a los gritos. También escuché una explosión, después otra, pero no hice caso. Al armar las últimas piezas de rojo intenso surgió la imagen de un charco de sangre. Estas fueron las últimas piezas que pude juntar antes de abrir la boca e intentar un grito. Sentí un dolor intenso: como si algo quemara mi pecho hasta atravesarlo. Luego caí encima de la basura, y desde allí pude ver la luz encendida del edificio de enfrente. Los tipos del taxi huyeron a toda prisa, mi cuerpo quedó paralizado, y ya no tuve fuerzas para moverme.

Después de un rato regresó el mendigo. Se acercó con cautela, caminando lentamente, mirando a los lados. Luego se agachó, hurgó entre la basura, y con sus manos sucias me agarró y me metió en su bolsillo. “Me pertenecen –susurró-, estas piezas me pertenecen”.

Desde entonces integro un rompecabezas al que le faltan piezas, a la espera de alguien que venga a completarlo. Yo, que hacía desparecer cosas en el escenario, he desparecido en un basurero. Ignoro si esta sea la venganza de aquellos objetos que he despachado bien lejos de este mundo. Por lo demás, y en honor a la verdad, vivir en el bolsillo de un mendigo no es tan terrible como se lo imagina.