jueves, 16 de agosto de 2007

Caer en gracia

José Javier Rojas




Oh listen Tender Lumplings let me take you by the hands.
I'll
take you from this hell-hole to the Promised Land.
But don't blame me, oh children, if those promises don't keep.
'Cause promises like lives, can be bought so very cheap.

Tender Lumplings, Danny Elfman



Gonzalo colgó el celular sacudiendo la cabeza con resignación. Gerardo le había jugado uno de sus acostumbrados inicios de partida para comenzar la semana: mucha juerga, demasiadas mujeres, poco tiempo para dormir el ratón, igual a, el panita va a tener que resolver él solito para variar. Se dice fácil, pero limpiar los vidrios de las torres de Parque Central no es cosa de tomar a la ligera.

Gego, no la artista plástica de las estructuras reticulares, sino la empresa de mantenimiento, era en realidad propiedad de Gerardo, el capital socio capitalista, el hombre con tacto de los contactos, el tipo de la sonrisa cautivadora que cerraba los tratos y abría la piernas de cuanta secretaria rebotona estuviera con ganas de merecer lo propio. El aporte a la sociedad de Gonzalo, además de la última sílaba de la razón social, era no tanto la última palabra como la palabra de mesura; era él el cable a tierra de Gerardo, quien a su vez era el motor que sacaba a su carnal melindroso de sus cavilaciones bizantinas.

La torre había visto tiempos mejores, cuando la modernidad no era tan sospechosa de malos oficios y peores intenciones. El pavoroso incendio que había herido su rostro iba quedando atrás mientras las lentas remodelaciones avanzaban, recuperando la estructura para el uso de la burocracia venezolana.

Desde su andamio colgado de las nubes, los socios discutían animados en su palco privilegiado sobre las frecuentes manifestaciones públicas que cantaban loas al Supremo Líder Revolucionario o pedían sus sesos en escabeche. Desde tan alto todas se veían igual de anárquicas, exaltadas y gesticulantes, blandiendo monótonas sus estandartes, pendones y blasones, predecibles ejércitos de soldaditos de plomo, peones, fichas en el tablero de una partida cósmica que se juega desde el inicio de los tiempos.

Suspendido de las poleas estaba cómodo, y había aprendido a apreciar el silencio cuando su socio no estaba ahí alardeando de sus proezas sexuales. Pero la altura y la soledad habían empezado a afectarlo. Trabajando cotidianamente tan arriba de sus congéneres, Gonzalo había terminado por creerse que él también vivía encima de los demás, que los patuques políticos de tan rastreros no le salpicaban porque no podían alcanzarlo en su andamio de ermitaño estilita.

En los pisos recuperados del incendio, los obreros habían logrado borrar las cicatrices del fuego con relativa eficacia, y solo el ojo entrenado podía distinguir los acabados nuevos de los originales. Sin embargo, la soledad seguía siendo la única inquilina de esos pisos a medio terminar, llenos de materiales de construcción y herramientas abandonadas por las cuadrillas reasignadas a obras más urgentes.

La crisis bancaria de los noventa fue el cataclismo financiero que catalizó la sociedad entre los dos amigos. La hiperinflación por un lado, las deudas con intereses de usura por otro pusieron de rodillas a Gonzalo y Gerardo en cosa de un par de años. Juntos en la necesidad, fundaron la empresa más exitosa en cuidar de la cara de vidrio de los edificios caraqueños. Los escrúpulos de Gonzalo eran garantía para que las cuentas que conseguía Gerardo fueran tan transparentes como las ventanas que ambos mantenían impolutas.

Gonzalo ya daba por terminado ese piso, cuando algo inusual captó su atención. Pegó la nariz del vidrio e hizo una visera con su mano para tapar el reflejo. En el fondo de la habitación abandonada, sobre una escalera de pintor de brocha gorda y bajo la luz parpadeante de neón, estaba un maletín abierto lleno de billetes verdes.

-Bah, debe ser una broma -dijo, y accionó la palanca para bajar-, ¿pero y si no es el caso, que será entonces? - Detuvo el mecanismo de un manotazo y recuperó la altura perdida. Se plantó frente al ventanal y manipuló sin problemas la cerradura. Nadie pasa el seguro a un centenar de metros del suelo, ni siquiera en Caracas.

-¡Epa! ¡Buenos días! ¿Hay alguien ahí?- gritó a la habitación vacía.

Ahora podía verla toda claramente, y salvo la escalera puesta bajo la luz mortecina, como un pedestal exhibiendo una deidad maya en un museo, en el cuarto solo había aire. Y él. Gonzalo no recordaba haber entrado en la habitación, pero ya estaba a dos pasos del maletín, puesto justo a la altura de sus ojos.

Empezaba a estirar la mano, cuando asustado se volteó, para ver nada más que la ventana abierta y el andamio. “Nada, no hay nada ni nadie”, dijo para sí. De todas formas, retiró la mano y contempló fijamente el maletín. Era un Samsonite rígido de combinación, de los modelos nuevos, más redondeados en los ángulos y diseño ergonómico, bonito, pero no particularmente llamativo. Gonzalo tenía uno parecido, más oscuro, que usaba para las gestiones de cobranza a los clientes. La diferencia era que el suyo estaba lleno de facturas por cobrar, estampas de José Gregorio Hernández y dibujitos de sus hijas, y éste bajo la lámina retirada del cielo raso estaba lleno de dólares con la cara de Benjamín Franklin.

Gonzalo, en medio de la excitación creciente, empezó a pensar. Primero, se dio cuenta de que estaba parado, él y no otro, frente a una fortuna muy ajena, de procedencia muy sospechosa. Si alguien entraba en ese momento, ¿cómo demonios iba a poder justificar su presencia allí? Si alguien entraba. Alguien. No sería una niña vendiendo boletos para la rifa de Fe y Alegría. Gonzalo estaba parado en frente al proverbial maletín, al epítome de la corrupción y de los manejos dolosos que tenían jodido a su país. Coño, que lo tenían muy jodido a él, limpiando ventanas de rascacielos para ganarse la vida. Una onda de calor y odio ascendió desde las vísceras de Gonzalo. Pensó en regresar al andamio, tomar alguna herramienta, y enfrentar al corrupto, darle de vergajazos hasta que le pidiera perdón y confesara a cuántos había esquilmado para hacerse de semejante fortuna. Ya estaba en eso cuando se dio cuenta que los corruptos se saben corruptos, y que no andan por la vida protegidos solo con un buen desodorante. No había forma de enfrentar al delincuente que estaba a punto de esconder millones de dólares en efectivo en el cielo raso y salir caminando del trance. “A punto de esconder”, las palabras resonaron como una piedra que cae dando bandazos al fondo de un pozo profundo. Debía escapar de ahí antes de que llegara el matón con sus secuaces y lo convirtieran en parte de la mezcla de concreto del edificio en remodelación. Escapar, y dejar impunes a los malditos ladrones que han condenado a Venezuela a ser una tierra de mendigos agradecidos y salvajes bandoleros que imponen la ley de sus cañones sobre la ciudadanía desvalida. Quizá le alcanzaría el tiempo para bajar, ponerse a salvo, llamar a los medios, hacer la denuncia ante las autoridades competentes… ¿Autoridades? ¿Competentes? Gonzalo por un momento había olvidado, en la película que pasaba vertiginosa en su mente, que la película era una película venezolana, como las que hacía antes Román Chalbaud. Aún en el supuesto negado de que todo saliera bien, que lograra convencer a periodistas y policías de que él había descubierto un maletín lleno de dólares en un edificio del gobierno, que se prendiera un escándalo de los mil demonios, y que el país solo hablara de eso por varias semanas, acaso meses, al final todo se reduciría a un ajuste de cuentas, siendo Gonzalo el saldo de la cuenta ajustada.

El sonido de la poceta, justo tras la puerta, sacó a Gonzalo de su ensimismamiento. Como una exhalación, cerró el Samsonite, cruzó la habitación, saltó al andamio y cerró la ventana tras si. Cuando el andamio empezó a bajar, con su velocidad cansina, Gonzalo rompió a llorar. Mientras las personas que deambulaban por la calle empezaban a aumentar de tamaño en la medida que se acercaba al suelo, por primera vez en muchos años Gonzalo sintió que formaba parte de ellas, que no era mejor que nadie, que todos eran iguales entre sí y él entre ellos, era como ellos, uno de ellos. Pertenecía, al fin. La calle crecía, difuminada por el prisma de sus lágrimas, y él, mientras abrazaba el maletín con el botín, se sentía abrazado, acogido por sus semejantes. Había bajado de su columna de ermitaño, y jamás volvería a estar solo. Gonzalo lloraba de felicidad por volver a casa.

-Señor, gracias por ponerme donde hay.

1 comentario:

Anónimo dijo...

una historia redonda y apetitosa como teta de Marta Sanchez...!!!

"Había bajado de su columna de ermitaño, y jamás volvería a estar solo"...

que buena esa precisa imprecisión...

saludos y pa´lante hermano

J