jueves, 16 de agosto de 2007

Circus Minimus

Sergio Márquez



I

Aquel Circo desafiaba todo lo conocido y lo por conocer: Randolph, el enano de dos metros treinta y tres centímetros, Mortajita, el único payaso negro, Uma y Svetlana, las trapecistas mancas del mar báltico, Rocco el aéreo, hombre bala de doscientos veinte kilos y el incomparable Yugo, suicida inmortal, eran sólo algunas de las bizarras atracciones que T.P Munrab, el excéntrico empresario circense indio, había reunido para fundar el primer Circo Cuántico de la historia. Aquel circo no sería un circo trashumante, no: se estaría siempre quieto, anclado en su incongruencia, en el medio de algún desierto yermo en el Rajasthán, visitada su carpa inversa por un público cautivo de lagartos y fantasmas.


II

Los circos son lugares tristes, como todos los lugares de este y otros mundos que obligan a largas despedidas: andenes de tren vacíos, aeropuertos, funerarias, cabinas telefónicas. Todos ellos, y sobre todo el circo, comparten algo de esa oscura condición peripatética. A excepción de uno. En París existe un circo de invierno donde, al culminar la última función de su temporada arropada en el frío húmedo del río y sus dulzones salitres de metal, todos sus integrantes, al unísono y en silencio, entran en ataúdes de cedro, y cerrando lentamente las tapas, se quedan allí, dormidos, esperando que al año siguiente el granizo de los aplausos invernales vuelva a despertarlos una vez más, para así resucitar el gélido recuerdo de sus malabares de ceniza y su nevada ventisca de cabriolas.


III

Circos hay muchos, quizá demasiados. Desteñidos cementerios itinerantes, caravanas descastadas navegando sus leones desnutridos por el mundo. Aciago día aquel de 1954, cuando en un pueblo fosilizado de los Cárpatos orientales, coincidieron al fallecer la luz todos, y cuando digo todos me refiero exactamente a eso, a todos, los circos del mundo. Un pandemonium de contorsionistas chinas, payasos sibilinos, perros acróbatas y tigres famélicos atestó durante tres interminables días las callejuelas de aquel pueblo que jamás antes supo lo que era el barritar de un elefante. Miles de carpas inundaban la niebla del estragado valle, sus lámparas de gas temblando en la noche por entre las agujas de los pinos. Y tal como arribaron, en tropel desbocado, de igual manera se esfumaron. En una sola madrugada, todas las tiendas fueron levantadas, y con ellas escaparon también todos (y cuando digo todos me refiero exactamente a eso, a todos) los habitantes del caserío, magnetizados por el fluir incesante y desordenado de los circos en su trajinar hacia la última de las funciones.



http://enemigomalo.blogspot.com/

4 comentarios:

Jose Urriola dijo...

Monsieur:
Rien a dire. Chapeau.
Me ha gustado muchísimo su texto, una vez más.

Anónimo dijo...

q maravilla este circo,,,en el mood de la twilight zone original...en la onda imprecisable de Zafiro y Acero...

Todo un malabar hasta la muerte, la última de las acrobacias...

un abrazo

J

Enrique Enriquez dijo...

Extraordinarias viñetas, Sergio.

Y por cierto, esa ilustración es fin de mundo.

SERGIO MÁRQUEZ dijo...

Mercí mes amis!