jueves, 16 de agosto de 2007

Un romance de feria

Dakmar Hernández de Allueva



Mandingo

Poco le molestaban las comparaciones. Cada vez que en algún resquicio de la memoria aparecía alguna evocación referida a su nombre mostraba aquellos dientes blancos y alineados que algún órgano habían diseccionado durante alguna pelea callejera. Luego de la sonrisa canina miraba centelleante y fijamente a los ojos de quien trataba de ofenderle: una acción que no pocos maltratos le había originado y que sólo conseguía endurecerle el semblante.

Pero la fuerza de Mandingo superaba la historia denigrante, la raza de pocos pesos, el peligro y toda clase de prejuicios de quienes se aproximaban a solicitarle alguna tarea. La fuerza y el mito de Mandingo se testimoniaba en la estela de mujeres que no aguantaron la vigorosa embestida sexual de aquel animal en celo y murieron con el vientre destrozado. Aquellas, a pesar del resultado, no eran historias infelices. Algunas conocieron orgasmos inimaginables, otras nunca avizoraron las imágenes teñidas en rojo, muchas suspiraron hondamente, conocieron el clímax, las razones de la existencia, el mejor de los momentos. Ninguna vivía para contarlo.



Ellas

Tímidas, delicadas, lejanas, ignorantes de todo aquello, sumergidas en aquel mundo de luces al caer la tarde y alegría sin humor, cumplían con todos los deberes con armonía y respeto. Habían aprendido a conocerse, tolerarse, comprenderse y ayudarse hasta componer aquella unidad en la que ambas conseguían ser resignadamente felices sin mayores pretensiones. Durante la caravana de carros, camiones, animales exóticos, rarezas, fenómenos y talentos del circo decadente en el que trabajaban como tarotistas conocieron a Mandingo, a quien habían contratado para montar y desmontar la vacilante estructura del show. Y como esos momentos causales en que el universo conspira para que las situaciones se resuelvan de manera insospechada, sin protocolos ni rituales de apareamiento, aquella feminidad compartida pudo alojar sin problema ni resistencia a aquel animal feroz con ojos ardientes que zigzagueaba compulsivamente y remontaba con lujuria, rabia, deseo, frenetismo y locura desde las entrañas de Mandingo.

Eran felices. De eso se trataba la felicidad, entonces.



Colorín colorado

Pero el alma de aquel nombre bien encerraba un determinismo difícil de evadir. Un día, después de la función, Mandingo se dirigía a descansar en aquella cama compartida con sus mujeres cuando las observó riendo y jugando frente a uno de los espectadores. Aquello era más de lo que podía soportar. Nadie podía acercarse a ellas. Les pertenecían, sin mayores argumentos. Con el brazo levantado, apretada la muñeca y los dientes, el sorprendido hombrecito anónimo elevado del suelo gemía débilmente atrapado en aquella tenaza cuando un disparo liberó su garganta. Para ellas, el tiempo se detuvo. Mandingo cayó inerte al suelo y todo se volvió negro.

Tras el luto fue impensable volver a trabajar. Como conocían sus reacciones y el dolor que las invadía, a una de ellas le anunciaron el despido del circo mientras la otra aún dormitaba. Retiraron la valla anunciando el servicio de lectura del tarot y poco a poco toda aquella historia del negro mandinga y las siamesas cayó en el olvido. El circo perdió su fama luego de algunos escándalos menores y falta de personal. Finalmente, tuvo que cerrar sus puertas una vez que el sindicato de payasos tomo el recinto. De las siamesas nunca más se conoció noticia alguna.


http://elinterdictodedakmar.blogspot.com

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente

P;]

SERGIO MÁRQUEZ dijo...

Que bello Dakmar. Celos bicéfalos. Salud.

carloszerpa dijo...

todo lo que compone su curiosidad multimedia, así como profundísimas reflexiones sobre uso, discurso, lenguaje, metalenguaje, semántica y otras hierbas.
GUAUUUUUU!!!!!!!